¿Por qué una buena ley, con presupuesto asignado y respaldo institucional, no logra cambiar la realidad?
Esta semana retomé dos casos que, aunque tienen años en marcha, siguen sin transformar de fondo la administración pública: la Ley General de Archivos y el Sistema Nacional Anticorrupción. A pesar de sus nobles intenciones, ambas iniciativas enfrentan una fuerza silenciosa pero poderosa: la resistencia interna de quienes deben aplicarlas.
Más allá de culpas o narrativas, este fenómeno merece ser entendido desde un enfoque más profundo. La teoría del Neoinstitucionalismo y la Elección Pública nos ayudan a leer con mayor claridad lo que ocurre dentro de las oficinas, escritorios y rutinas burocráticas del país. Si no comprendemos por qué una ley se queda en el papel, difícilmente podremos exigir que se cumpla en la práctica.
Autores como Ignacio M. López Sandoval explican que tanto políticos como funcionarios públicos actúan muchas veces como agentes racionales (es decir, toman decisiones para maximizar su utilidad personal o institucional). En otras palabras: más que el bien común, lo que frecuentemente motiva a quienes gobiernan o ejecutan políticas públicas es la rentabilidad electoral, la comodidad administrativa o la permanencia en el cargo.
Desde esta mirada, las instituciones (como leyes, reglas o programas) son mecanismos que buscan alinear el comportamiento individual con objetivos colectivos. Pero si esas reglas no imponen costos reales al incumplimiento, los actores encontrarán más rentable simular que cumplir.
Tomemos dos ejemplos actuales:
La Ley General de Archivos promueve la organización, preservación y digitalización de la memoria documental del Estado. Sin embargo, muchas oficinas siguen operando con archivos desordenados, físicos, duplicados e incompletos. ¿Por qué? Porque el cambio exige capacitación, ruptura de inercias, uso de tecnología y asumir nuevas responsabilidades. Si no hay consecuencias por no hacerlo, se opta por el mínimo esfuerzo.
El Sistema Nacional Anticorrupción y la Ley 3 de 3 buscan prevenir actos de corrupción y reforzar la transparencia. No obstante, en muchos casos, su implementación termina en trámites sin impacto: declaraciones sin verificación, comités ciudadanos sin voz real y acciones que solo cumplen formalmente. Se simula el cumplimiento para mantener la inercia.
Y tú te preguntas: ¿Y a mí qué? Pues estas inacciones, aunque invisibles, sí te afectan. Cuando una ley no se cumple, se impide que las instituciones mejoren. Cuando se simula transparencia, se reproduce la impunidad. Y cuando se normaliza la omisión, se erosiona la confianza pública.
Como servidor público, esto tampoco es un ataque. Es una invitación a la autoconciencia institucional. ¿Estamos cambiando de verdad o solo cubriendo requisitos?
Como ciudadano, es un llamado a entender que exigir más leyes no es suficiente. Hay que exigir reglas que se apliquen, y estructuras que incentiven el cumplimiento real, no solo su apariencia.
Porque no se trata solo de tener instituciones. Se trata de tener instituciones que funcionen, aunque nadie las esté mirando.
Entender por qué se simula es el primer paso para construir un servicio público que no viva del archivo, sino del resultado. El futuro de un país no se escribe en sus normas, sino en la disciplina silenciosa de quienes deciden honrarlas. “Aquí termina el texto, pero empieza la conciencia.”
